Creo en Dios. No en ese espíritu-en-el-cielo, cósmico e intangible, “que siempre fue y siempre será”, del que me hablaba Mamá cuando era niño. Pero sí en el Dios que me abrazó cuando Papi desapareció de nuestras vidas –a mis cuatro años-, llevado de la puerta de casa por los policías del turno de noche, escaleras abajo y esposado.
El Dios que me dio calor cuando el vaho de nuestro aliento era visible en el interior de nuestro apartamento helado, donde teníamos el gas cortado al final de otro invierno de Chicago barrido por el viento, no había comida, la esperanza era poca y carecíamos de agua caliente.
El Dios que me sostuvo la mano mientras veía que los chicos de mi barrio eran devorados por los elementos, la muerte y la desesperanza; el que me convocó cuando me sentía “hijo de nadie”, hundido en la ausencia de un hombre que me rodeara con los brazos y me dijera “todo va a salir bien, ¿vale?”, que hablara de mí con orgullo, que me llamara hijo.
Creo en Dios, Dios el Padre, encarnado en su Hijo Jesucristo. El Dios que me permitió sentir Su presencia, fuese por la calidez que llenó mi vientre como el chocolate caliente en atardeceres de frío, fuese por la voz que, cada vez que me vi arrastrado por las tormentas de la vida, me dijo (a pesar de que se me había repetido que yo no era “nada”) que yo era algo, que era Suyo, y que aun ante la deserción del hombre que me había dado su apellido y su ADN y poco más, podía encontrar apoyo en Él.
Creo en Dios, el Dios que llegué a conocer como padre; como Abba, Papi. Siempre envidié a los chicos que veía caminar de la mano de sus padres. Ansié las conversaciones de padres e hijos sobre los pájaros o las abejas o sobre nada en absoluto: la simple percepción de la respiración, el latido del corazón, la presencia del otro. De niño, solía sentarme en el porche a mirar pasar los coches, imaginando que un día uno se detendría y de él saldría mi papá. Pero eso nunca ocurrió.
A los dieciocho años, no hallé lágrimas en mi interior en aquel ocaso de enero de 1979, en Alabama, cuando finalmente me encontré cara a cara con mi padre, que yacía helado en un ataúd, los ojos cerrados, su corazón que ya no latía, su respiración detenida para siempre. Murió borracho en un accidente de coche, dejándome mutilado por la pena de años de orfandad.
Para entonces, había pasado mucho tiempo desde aquella noche en que Mamá llamó a la policía, temiendo que Papi volviera a lastimarla, a pegarle. Finalmente, el alcoholismo acabó con todo lo que de bueno había en él, antes de devorarlo entero.
No fue sino hasta muchos años más tarde, ante la tumba de mi padre, durante una larga conversación atrasada, que mis lágrimas fluyeron. Le hablé del hombre en que me había convertido. Le hablé de lo mucho que había deseado que él estuviese en mi vida. Y comprendí perfectamente que, en su ausencia, yo había encontrado otro padre. O que Él, Dios, el Padre, mi Padre, me había encontrado.
John W. Fountain es profesor de periodismo en la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign. Fue reportero del Chicago Tribune y del Washington Post, y corresponsal nacional del New York Times. Fountain escribió True Vine: A Young Black Man’s Journey of Faith, Hope, and Charity (La verdadera viña del Señor: el diario de fe, esperanza y caridad de de un joven negro).
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Este ensayo es material protegido por derechos de autor, reproducción o no se permite la extracción sin el consentimiento por escrito de Este a mi juicio, Inc Fue traducido por Horacio Vázquez-Rial y reimpreso con el permiso de la Plataforma Editorial.
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