He vivido con pasión y prisa, tratando de lograr demasiadas cosas. Nunca tuve tiempo para pensar en mis creencias hasta que mi hija Paula, a los veintiocho años, cayó enferma. Estuvo en coma durante un año y cuidé de ella, en casa, hasta que murió en mis brazos en diciembre de 1992.
Durante aquel año de agonía, y el siguiente, de duelo, todo se detuvo para mí. No había nada que hacer, únicamente llorar y recordar. Sin embargo, aquel año me dio también una oportunidad de reflexionar sobre mi viaje y sobre los principios que me habían sostenido. Descubrí que mis creencias, mi escritura y el modo en que guié mi vida guardan coherencia. No he cambiado; todavía soy la misma niña que era hace cincuenta años, y la misma joven que era en los años setenta. Aún deseo con vehemencia vivir, aún soy ferozmente independiente, aún ansío justicia y me enamoro locamente con facilidad.
Paralizada y silenciosa en su cama, mi hija Paula me enseñó una lección que ahora es mi mantra: Sólo tienes lo que das. Es gastándote a ti misma como te enriqueces.
Paula llevó una vida de servicio. Trabajó como voluntaria, ayudando a mujeres y niños, ocho horas por día, seis días a la semana. Nunca tuvo dinero, pero necesitaba muy poco. Cuando murió, no tenía nada ni necesitaba nada. Durante su enfermedad, tuve que deshacerme de todo: su risa, su voz, su gracia, su belleza, su compañía y, finalmente, su espíritu. Cuando murió, pensé que lo había perdido todo. Pero entonces comprendí que todavía tenía el amor que le había dado. Ni siquiera sabía si ella estaba en condiciones de recibir ese amor. No podía responderme en modo alguno, sus ojos eran estanques sombríos que no reflejaban la luz. Pero yo estaba llena de amor, y ese amor siguió creciendo y multiplicándose y dando frutos.
El dolor de perder a mi niña fue una experiencia purificadora. Tuve que tirar por la borda todo el exceso de equipaje y quedarme tan sólo con lo esencial. Por Paula, no me aferraré a nada nunca más. Ahora me gusta mucho más dar que recibir. Soy más feliz cuando amo que cuando soy amada. Adoro a mi marido, a mi hijo, a mi nieto, a mi madre, a mi perro y, francamente, no sé ni siquiera si les gusto. Pero, ¿qué importa? Amarlos es mi alegría.
Dar, dar, dar: ¿qué sentido tiene la experiencia, el saber o el talento, si no los doy, tener historias si no las cuento a los demás, tener salud si no la puedo compartir? ¡No quiero que me cremen con todo eso! Es al dar cuando conecto con otros, con el mundo y con lo divino.
Es al dar cuando siento el espíritu de mi hija en mi interior, como una dulce presencia.
La novelista Isabel Allende nació en Perú y se crió en Chile. Cuando su tío, el presidente chileno Salvador Allende, fue asesinado en 1973, huyó con su marido y sus hijos a Venezuela. Es autora de más de doce novelas, entre ellas La casa de los espíritus, y de un libro de memorias, Mi país inventado.
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Este ensayo es material protegido por derechos de autor, reproducción o no se permite la extracción sin el consentimiento por escrito de Este a mi juicio, Inc Fue traducido por Horacio Vázquez-Rial y reimpreso con el permiso de la Plataforma Editorial.
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